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José María Cerezo

Typeright or typewrite.
Quince años de un napster tipográfico

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¡Marchando! ¡Una de piratas!
¡Larga vida y gloria eterna!
Para hincarles de rodillas hay que cortarles las piernas."

Joan Manuel Serrat, en Una de piratas.

¡¡¡Los galos!!!

El vigía pirata, en mar abierto, en Asterix y Obelix.

¡¡¡Los galos!!!

El vigía romano, en la pequeña aldea de Petibonum, en Asterix y Obelix.

Sólo podemos temer una cosa: que el cielo caiga sobre nuestras cabezas. Pero eso no va a pasar mañana

Abraracurcix, jefe galo, en Asterix y Obelix.

Quizá el cielo caiga sobre nuestras cabezas esta misma mañana. Sé que es muy fácil adoptar un tono catastrofista ante las nuevas tecnologías. Ante las actuales o ante cualesquiera otras. El temor a lo desconocido es quizá parte sustancial de la existencia humana. Pero también es muy fácil mirar para otro lado y pensar que aquí no pasa nada, o pensar que es irremediable (lo cual, a unos gusta y a otros disgusta) e intentar sacar partido de la situación.

Las grandes compañías discográficas, que siempre nos han vendido la idea de su interés por la música, se están viendo en serios apuros cuando ha quedado al descubierto que su negocio no era la música sino, como su nombre indica —en esto no podemos acusarles de mentir—, los discos. Pero los discos han muerto. ¡Viva la música!

Naturalmente, los discos seguirán existiendo y quizá durante mucho tiempo. Del mismo modo que los DJs han resucitado las factorías fonográficas de vinilo, aunque sea de un modo muy poco representativo, el resto de los soportes (el CD y sus derivados) seguirán existiendo. Pero, tras la experiencia de Napster, músicos, productoras, discográficas y distribuidoras hacen (o deberían hacer) esfuerzos para encontrar otras formas de comercializar la música y hacerla rentable.

En el mundo de la tipografía se han vivido sucesivas olas de cambios tecnológicos que han ido sepultando literalmente industrias muy prósperas. La desaparición de las fundiciones tipográficas en los años sesenta del pasado siglo XX o el cambio de manos y escisión de Monotype, venerable fabricante de lo que en el ámbito español se llamaba monotipia, debería servir de banderín de alerta para las compañías discográficas actuales: igual que los antiguos fundidores de tipos, se han quedado sin producto.

Esta situación, que el mundo de la música está viviendo de un modo tan traumático, no es nueva para quienes se dedican a esta cinco veces centenaria ocupación de fabricar tipos. Pero desde que, en 1985, con la aparición del lenguaje PostScript, comenzó la comercialización de tipografía digital para ordenadores personales, surgió lo que podemos calificar sin ningún género dudas como napster tipográfico. Todo el mundo adjunta sin pestañear sus fuentes a sus correos electrónicos o los graba en los discos que envía a sus clientes o proveedores, lo que va contra la licencia de uso que el comprador aceptó al adquirirlas. Este napster tipográfico nunca ha llegado a estar institucionalizado como lo estuvo Napster desde sus comienzos, aunque este hecho y que no haya tenido repercusión en los medios o que no haya hecho tambalearse a la totalidad de la industria no puede ocultarnos su omnipresencia.

Con respecto a un asunto tan importante para los creadores (de textos, de tipos, de imágenes, de músicas...) como es la protección de sus derechos, la sospecha que enseguida se cierne sobre nuestras cabezas es si lo que pretenden quienes niegan estos derechos no es, simplemente, poder aprovecharse de la nueva situación que, con sus facilidades para la réplica exacta, nos proporcionan los medios digitales; dicho en lenguaje coloquial: poder también chupar del enjundioso bote al que irían a parar los beneficios del uso y disfrute de las creaciones culturales de otras personas. Quienes defienden la gratuita difusión de todas las creaciones culturales dirán que eso es justamente lo que pretenden los creadores (seguir conectados con exclusividad a las ubérrimas ubres de sus creaciones), situación a la que, les parece, es urgente poner fin. En esto hay coincidencia, a pesar de la discrepancia total en los medios y en los fines. Sazonados por un amargo e inconfundible sabor a hiel, hay también muchos ejemplos de supuestas creaciones (esa costumbre tan nuestra de dar gato por liebre) y no sólo aquel tan difundido y tan desgraciadamente olvidado Sabor a miel de Ana Rosa Quintana, quien ahora periódicamente se (resu)cita, con todos nosotros en los quioscos, en carne mortal de couché, como si nada hubiera pasado.

La coartada es clara: como (a su parecer) las leyes son abusivas, actuemos como si no existieran. Un asunto que es fácil trasladar a un panorama más amplio al que realmente pertenece: la existencia de la ley, quién la otorga, cómo la otorga y cómo se respetan los derechos de las minorías, aunque —como parece ser el caso para la percepción que de el específico problema de la tipografía en la Red tienen los más enfervorizados defensores de la libre (léase gratuita) circulación de las creaciones— la minoría es en realidad la mayoría de la gente, los receptores de las creaciones, que no tienen la capacidad para convencer a los legisladores de lo injusto de su situación, ni a los creadores, para que lo sigan siendo sin recibir nada a cambio, ni siquiera —con una visión ciertamente prepaleolítica— el favor de la tribu hacia el gurú o el chamán. Pero, al menos para mí, es claro que si fuera así, habría que invertir en conjuro: ¡Alehop! ¡Nada por aquí, nada por allá!: Nada de beneficio para el creador, nada de creación.

Tan frustrante y esterilizante me parece pensar que los problemas no tienen solución como que sólo tienen una. (Catastrófico me parecería pensar —como hacen muchos usuarios de tipografía digital— que ni siquiera existe el problema.) Es fácil, en esto y en otras cosas, caer en la teoría conspiratoria. Siempre hay un poder malvado que pretende aniquilar los derechos de los más débiles. Por supuesto, los más débiles siempre somos nosotros mismos. Es muy fácil reírle las gracias a Microsoft, usando su software como si fuera el único o el mejor —por ejemplo—, y luego quejarse de su posición dominante. Lo he dicho en algún otro lugar: a todos nos gusta ver esos documentales sobre cómo los osos cazan salmones, hasta que descubrimos que en realidad versan sobre cómo los salmones son cazados por los osos. Al final, por un atávico y vago victimismo, solemos sentir que somos el débil. Aunque no dudo de la existencia real de esos poderes, me parece simple echarle siempre la culpa a otro. Simple y perezoso. Que Disney se exceda, no es razón suficiente para dejar sin protección a Mortadelo.

 

Aunque pueda ser un panfleto chauvinista, gaullista o incluso nacionalista, nos gustan Asterix y Obelix porque están en una posición intermedia. Son como todos nosotros; ni buenos del todo, ni totalmente malos. Dan mamporros a diestro (el poder de la Roma imperial) y a siniestro (los piratas, que, ante la simple presencia en la lejanía de los héroes galos, siempre huyen y siempre sin éxito). Y es divertido ver el banquete final en la aldea gala. Es divertido pero es falso. El banquete final lo dio Roma. La poderosa Roma. Pero también la culta Roma. La inventora del derecho. La fijadora del alfabeto. Sus excesos no deben hacernos olvidar sus virtudes ni su superioridad cultural (aunque en estos momentos de todovalismo y de corrección política, sé que no debería hablar de la superioridad de una cultura u otra).

No deja de ser una anécdota, pero me llamó la atención la solución adoptada en el diseño del coleccionable de El País sobre Asterix: Tipografía trajana. En lo que se refiere al mensaje verbal, los diseñadores no encontraron mejor referente —¡oh contradicción!— que aquel contra el que lucharon los galos. Un contrasentido así sólo puede producirse ante la ausencia del referente a favor del sentido. ¿Qué ha quedado de aquella cultura escrita gala que sea descifrable por todos? Nada. Porque hablar de tipografía es hablar de cultura, sencillamente.

Sin lugar para las dudas, el nuevo entorno digital plantea serios problemas de todo tipo, legales también, ante los que habrá que esforzarse y poner todo el ingenio para conseguir que la información y la creación circulen libremente sin que los destinatarios tengan que pagar más cánones, pero sin que se estrangule la capacidad creadora de la gente. Todos tenemos un cierto potencial creativo, pero en esto hay también grados y es justo que la sociedad favorezca más a quienes más tienen que decir (o hacer); que a cambio de su esfuerzo tengan una recompensa. Con el tiempo, se irán asentando nuevas formas de hacer rentable ese esfuerzo, pero la experiencia nos dice que es saludable andar con pies de plomo.

El riesgo es considerar a los diseñadores de los tipos con los que los textos se ven en nuestras pantallas o se siguen imprimiendo sobre los variados soportes físicos, como proveedores de contenidos, con toda la carga perversa que tiene hoy la expresión. El actual culto a lo superficial, a lo epidérmico, combinado con los más simplistas idolillos económicos o tecnológicos, nos pretende hacer creer que lo único que está en juego son los portales, los vortales, las cuentas de correo y los anchos de banda, como si las noticias, los datos, las fotografías, las animaciones, las músicas, y también los tipos —configuraciones visuales específicas, diseñadas, proyectadas con un fin determinado— con los que los mensajes verbales escritos aparecen ante nuestros ojos, fueran el relleno de un contenedor autosuficiente, cuando son, más bien, su más íntima razón de ser.

Entre los argumentos para piratear la tipografía y las fuentes informáticas que las contienen uno de los más extendidos es que "las letras no son propiedad de nadie". Efectivamente, el alfabeto en cuanto tal es patrimonio de la humanidad, pero nunca trabajamos con el alfabeto desnudo, ni siquiera cuando escribimos a mano —es más, quizá sea cuando más vestido se encuentra, con un irrepetible traje hecho a medida—. La escala bien temperada también forma parte de nuestro común patrimonio (este caso, si se quiere, es todavía más grave: sabemos quienes lo alumbraron) y, sin embargo, todos reconocemos y apreciamos de modo distinto aquella particular combinación de notas ideada por Mozart o aquella otra inventada por Lennon y McCartney.

Otro de los argumentos más recurrentes tiene aires de Robín de los Bosques. Robar a los poderosos nobles y repartirlo entre los menesterosos y resistentes campesinos parece un juego justo. A ellos les sobra el dinero y a nosotros nos falta; si empleáramos lo poco que tenemos en comprar tipografía, perderíamos competitividad como editores o diseñadores profesionales. Lo cierto es que la tipografía "legal" representa hoy un menor coste que el que tenía con cualquiera de las tecnologías anteriores y que es la partida más barata del desglose presupuestario de la inmensa mayoría de los proyectos de diseño gráfico o editoriales.

El más feliz de todos los argumentos a favor de la copia de una fuente o el sorteo de las cuestiones legales quizá sea que la inmensísima mayor parte de las licencias de uso que un usuario tiene que aceptar al comprar una fuente está escrita en inglés. Aunque ignoro los entresijos de la técnica jurídica, creo que cualquier fiscal se vería en serias dificultades para pedir al juez que condenara a alguien por no conocer una lengua extranjera, por forzarle a firmar un contrato en una lengua que no es la suya. Además, es algo que no se compadece con la idea misma de la globalización, motor real de las ventas. Bien; si aceptamos las reglas del juego desde un lado, han de aceptarlas desde el otro: no todos somos angloparlantes.

A lo que no creo que nadie pueda encontrar excusas es al auténtico bandolerismo que supone la copia de los datos digitales, la realización de unos mínimos cambios, el bautismo de la nueva criatura con algún nombre que recuerde al original para facilitar su uso y su posterior distribución en CDs en los quioscos de prensa o en Internet, previo pago de alguna cantidad que, en la mayoría de los casos, sólo puede cubrir los costes de fabricación y distribución más un pequeño beneficio para el o los bandoleros.

Una acusación que los defensores de la copia y distribución gratuita de fuentes suelen utilizar contra quienes defienden la aceptación del marco jurídico es la de tacharles de hipócritas. Efectivamente, es difícil encontrar un ordenador en el que la totalidad del software se haya conseguido por procedimientos legítimos, especialmente en algunos países, como España, en los que la llamada piratería informática es una costumbre muy extendida. No obstante, creo que todo lo que se haga a favor de conseguir una actitud positiva hacia la preservación de la voluntad de los diseñadores de tipos, o de los diseñadores en general, estará bien hecho, independientemente de cual sea su origen. En muchas ocasiones basta con hacer circular la información, aunque la ignorancia (o falta de aprecio) en determinados ámbitos pueda resultar pavorosa. Que una simple búsqueda de la cadena de caracteres "diseñ" en el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual española nos dé como resultado sólo dos coincidencias es un dato por si mismo revelador.

He hablado de preservar la voluntad de los diseñadores porque, al fin y al cabo, es de lo que se trata. Hay diseñadores que ofrecen su trabajo gratuitamente en Internet y esa es su voluntad. Otros utilizan un sistema bona fide que permite descargar los archivos de fuentes gratuitamente y usarlos para proyectos personales con el compromiso por parte del usuario de pagar un determinada cantidad si finalmente utiliza esa o esas tipografías en algún proyecto comercial. Otros utilizan el sistema de descarga gratuita de alguna de sus producciones como método de promoción del resto de sus obras o productos. Otros sólo distribuyen sus fuentes a través de grandes mayoristas especializados como ItcFonts, FontShop o MyFonts. En todos los casos lo más civilizado es respetar los deseos de los creadores o de sus distribuidores (quienes se habrán encargado de redactar un contrato beneficioso para ambos).

Aún así, también será necesario inventar nuevas estrategias. Adfontes —por ejemplo— fue un primer paso en otra dirección. No sabemos si acabará teniendo suficiente éxito, pero al menos plantea un ingenioso y novedoso sistema de royalties pagados por el diseñador / usuario / prescriptor y por el cliente final, con un pequeño beneficio para mantener el sistema activo.

Llegados al extremo, a largo plazo, la piratería tipográfica acabará ahogando a los pequeños estudios de diseño de tipos porque la tipografía pirata significa la desaparición de la tipografía: sólo fabricarán tipografía las empresas que tengan el control sobre el hardware y/o los sistemas operativos, y lo harán a su antojo. La inmensa mayoría de los tipos más experimentales, fronterizos, pujantes de estos últimos quince años han sido diseñados en estudios de diseño pequeños y ajenos a la industria tipográfica convencional y difícilmente podrían haber visto la luz dentro de la corriente económica al uso. Just van Rossum y Erik van Blokland, desde LettError, batallaron duramente contra lo que consideran un exceso de los desarrolladores de software con sus técnicas de incrustación de fuentes, que permiten incluir las fuentes dentro de un archivo que se envía electrónicamente, para que viajen con él y el destinatario pueda visualizarlo correctamente, independientemente de las fuentes que tenga instaladas en su ordenador. Aunque para un usuario convencional sea imposible desincrustar las fuentes, LettError advierte que una empresa podría construir un motor de búsqueda de archivos .pdf en la Red, para la posterior desincrustación de las fuentes y su consecuente puesta a la venta. Una buena idea brindada gratuitamente a los amigos de lo ajeno.

 

La escena final difiere un poco de aquel festín de la aldea gala. Sobre un apocalíptico escenario, una lúgubre luz resbalaría sobre una serie limitada de tipos que estaban siendo distribuidos gratuitamente con los paquetes de software; tipos que, como sucedió antaño con las letras de las máquinas de escribir o está sucediendo ahora con la Times o la Helvetica / Arial, habrían desaparecido de nuestra capacidad para distinguirlos; serían no-tipográficos, totalmente incapaces de actuar, de manifestar nada visualmente. Letras neutrales, asépticas, anestéticas o anestésicas, absolutamente mudas, silentes, aformales, amorfas, tipográficamente inexistentes. Cuando ya ninguna peculiaridad visual pudiera contarse con las letras, cuando éstas fueran un patético histrión clónico, cuando el pequeño ejército de veintiocho soldados de plomo digital fuera ya incapaz de conquistar el mundo, caería lánguidamente el telón, dejando un patio de butacas yerto, reubicado en la mitad del siglo XV, justo en el momento en el que Gutenberg ponía a prueba su fértil invención, mientras los espectadores de los palcos seguirían comprando lujosos manuscritos.

En una entrevista publicada en el momento del boom de Internet, Michel Serres nos previno, con la redondez y frescura de las advertencias de la cultura:

Cuando afirmo que vivimos en un mundo angélico, la gente se ríe. He intentado convencer a mis lectores de que los ángeles están en la Tierra. 'Angelos', en griego, quiere decir mensajero. Todos estamos transportando continuamente mensajes. Nuestro planeta es una mensajería. Ahora bien, el científico ignora que hubo una caída de los ángeles y que podrían sobrevenir catástrofes con tales redes de mensajería. El humanista, en cambio, sabe que un ángel se convirtió en diablo.

Como funambulistas involuntarios, nos encontramos caminando en una cuerda floja que se extiende desde la protección de los derechos tipográficos hasta una inesperada máquina de neoescritura. Decidir cuál es nuestro papel en la mensajería planetaria debe ser un acto meditado y responsable.

© 2002, 2003 José María Cerezo

Creado: enero del 2003

Sobre el autor

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