Un Tesoro ilustrado
Nuestro diccionario más antiguo,
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señala pistas para la utilización de la edición electrónica NOTA SOBRE NAVEGACIÓN: |
El mayor elogio que se puede hacer a un diccionario es decir que puede leerse. Sí: no consultarse (la cruda operación de llegar, sacar lo que uno quiere y luego marcharse), sino disfrutarse. Si alguna obra lexicográfica se presta a la lectura es ésta. En el Renacimiento, cuando despertó el interés por las hablas vulgares, aparecieron los primeros diccionarios de lenguas europeas, con frecuencia llamados tesoros, por las riquezas que encerraban. Con algo de retraso frente a ellas, en 1611 justo entre las dos partes del Quijote aparecía el Tesoro de la lengua castellana o española. Esta edición del Tesoro es la primera completa que se publica: incluye el Suplemento que el autor elaboró en paralelo con su obra, cuando se dio cuenta de que era más sencillo planear una addenda que comenzar a enmendar su obra en curso. De este Suplemento se conserva un manuscrito del autor. Se añaden también las adiciones al Tesoro que Benito Remigio Noydens redactara en 1674, y que se han venido publicando tradicionalmente con él. En esta edición el texto de la obra se ha modernizado con tiento, preservando para las cabeceras también las grafías antiguas (al fin y al cabo, el lector siempre puede echar una ojeada al facsímil). Sólo hay que lamentar que, en una época en la que, por desgracia, pocos de los interesados en la obra tendrán estudios clásicos, las frecuentes citas latinas no estén traducidas.
El autor¿Quién fue el esforzado autor de nuestro primer diccionario? Sebastián de Covarrubias venía de familia culta (su padre recopiló canciones y refranes), fue políglota y humanista, y se interesó por muchos aspectos de la cultura de su época, entre ellos, como veremos, por los emblemas. Fue también un poderoso hombre de la Iglesia, alcanzando el cargo de capellán de Felipe II. Covarrubias dedicó al Tesoro el tiempo que le dejaba su cargo de canónigo de Cuenca. Trabajó en él cinco años, lo que implicó redactar unas seis entradas por día, auxiliado por su biblioteca, que era una de las mejores de la época. Planeó la obra linealmente, comenzando por la A, y al llegar a la C recuerda Dominique Reyre en su prólogo a esta edición ya daba muestras de angustia ante la magnitud de la tarea que había emprendido. Muy distintos sinsabores rodearon su redaccion: en un punto del Suplemento (s.v. hiedra) confiesa:
Más que un diccionarioEl Tesoro no es un diccionario tal y como hoy lo entendemos: más que hablar de las palabras, habla del mundo. Es un híbrido entre diccionario y enciclopedia, trufado de refranes, citas de clásicos y de las Escrituras, chascarrillos, relato de experiencias del autor, e incluso metacomentarios del mismo (comentarios sobre su escritura de la obra). El lector interesado en rastrear estas intromisiones del yo autorial en la obra puede hacer uso de las capacidades de búsqueda de la edición electrónica, rastreando las ocurrencias de yo, mí, me... Aunque también encontrará casos ajenos a su interés (estas palabras dentro de citas textuales, por ejemplo), el ejercicio le reportará alguna sorpresa. Veamos el ejemplo de gorra, que contiene los siguientes elementos:
Nada más lejos, por tanto, de la objetividad lexicográfica (que muchas veces es sólo relativa, incluso en obras modernas).
EstructuraEl Tesoro tiene, pues, entradas de palabras, entre las que abundan animales y plantas, pero también numerosas entradas enciclopédicas dedicadas a lugares (el Pardo, cerca de Madrid), personajes históricos (Filipe el Hermoso) o mitológicos (Pandora). La estructura de entradas y subentradas del original es confusa (por opciones del autor y por errores del cajista), hasta el extremo de que recuerda Ignacio Arellano en su prólogo no se puede decir con seguridad cuántas entradas constituyen la obra. Además, los datos sobre una palabra bien pueden estar en la entrada de otra, porque fue allí donde el autor se acordó de ella. O puede haber repeticiones: «Ponte su gorra. Más quiero andar en chamorra» (que acabamos de ver en gorra) se había incluido antes s.v. cuerno.
Se comprenderá, entonces, la utilidad de una edición electrónica que ofrezca la posibilidad de localizar automáticamente cualquier texto. (La edición permite alternar entre la búsqueda sencilla y la búsqueda detallada, que da la posibilidad de precisar el contexto de búsqueda). Los orígenes de las palabras constituyen una parte importante del Tesoro, y de nuevo el lector hará bien en ponerlo en perspectiva. Las "etimologías" que brinda son con frecuencia fantásticas, porque las procedencias de las palabras se explican por parecidos y simpatías: "Púdose decir teta de la letra griega Θ, thêta, a la cual la teta de la mujer tiene mucha semejanza, por cuanto es en forma redonda y en medio tiene el pezón semejante al punto de la dicha letra" (el origen de esta palabra es controvertido, pero no parece tener que ver con la letra griega...). Otro caso: "Díjose mona de monos, griego, que vale solitario, porque estos animales viven de ordinario en islas deshabitadas" (en realidad viene de un término árabe relacionado con la mala suerte atribuida a estos animales). Pero, como ya avisó el autor: "es tan de grande utilidad el conocimiento de las etimologías, que aun hasta las falsas se han de estimar, porque ocasionan a la inquisición y investigación de las verdaderas". Una interesante manera de rastrear etimologías (que ni la obra original ni la edición señalan de modo especial) es buscar en la edición electronica dónde aparece la expresión "díjose". Así, podemos llegar a fórmulas como: "Díjose garrapata de garra y de pata, porque afierran con las patillas". Díjose aparece en la obra 1065 veces.
La edición electrónica
La edición electrónica presenta la transcripción íntegra de la obra, aunque lamentablemente, no tiene opción para aumentar aumentar el tamaño de la letra. Los usuarios que dispongan de un navegador con la capacidad de variar el tamaño del texto, y de un ratón con rueda de desplazamiento, pueden cambiar el cuerpo de la letra girando la rueda del ratón mientras mantienen apretada la tecla Control. Toda la obra está en texto buscable (pudiéndose restringir, en la búsqueda detallada, por lenguas, o dentro de refranes). El texto, por supuesto, puede copiarse y exportarse a otra aplicación. Dispone de saltos hipertextuales que ponen en acción las remisiones internas del original. Se pueden rastrear las remisiones internas que hizo Covarrubias buscando las expresiones latinas que las marcan: Vide (como en Vide infra verbo X), o sencillamente verbo. Cada entrada enlaza con su página facsímil, ya sea de la primera edición del Tesoro o del manuscrito autógrafo del Suplemento.
El DVD contiene también las imágenes de la obra (de las que hablaremos inmediatamente). Estas imágenes tienen deshabilitada la opción de copia, lo que no impedirá copiarlas a cualquier persona con mediana alfabetización digital, pero molestará al usuario normal. Estas imágenes (absurdamente, para una edición electrónica) no están enlazadas con sus fuentes. La obra digital contiene un útil Repertorio de ilustraciones, ordenadas por entrada del diccionario, más unas Referencias bibliográficas de las ilustraciones, pero ninguna de estas listas tiene enlace a las imágenes de la obra (ni recibe un enlace de ellas).
IlustracionesComentario aparte merecen las ilustraciones, de las que esta edición ofrece casi 1.400, procedentes de casi dos centenares de fuentes. El Barroco es una época materialmente inundada de imágenes, no sólo por la imprenta y la xilografía, sino también por los monumentos religiosos y civiles y las construcciones efímeras erigidas en sus festividades. Por otro lado, la moda o locura de los emblemas (escenas alegóricas acompañadas de una reflexión moral) inundaban la Europa del momento: tanto el autor del Tesoro como su hermano publicaron libros de emblemas (el de Don Sebastián, Emblemas morales, apareció un año antes que el Tesoro, en 1610). El hombre del Barroco conocía de memoria las representaciones típicas, lo que permitía al autor del Tesoro usarlas sin reproducirlas.
Cuando habla de las Gracias, refiere: "dos dellas estén vueltas de rostro para quien las mira, la otra está de espaldas", y la edición en libro y electrónica aunque, recordemos, nunca la original nos aporta el grabado de un libro de Cartari (véase arriba) y otro de Alciato. Los detalles iconográficos encierran claro está una lección moral: "dándonos a entender que de la gracia... que nosotros hiciéremos hemos de olvidarnos, por no dar en rostro con él al que le recibe". Así pues, un texto depurado y completo, flexible como sólo el texto digital puede serlo, más unas ilustraciones restituidas, permiten que el lector actual reconstruya el ambiente ideológico tanto el culto como el popular de uno de los periodos más fascinantes de nuestra historia cultural.
Nota al pieFrancisco RicoA principios de los años cuarenta, Borges fue operado de cataratas por enésima vez, y desde entonces, aunque todavía le quedaba camino por andar hasta la ceguera total, la lectura fue haciéndosele cada día más difícil y él tendió a refugiarse en la memoria y en unos pocos libros predilectos. En quien afirmaba que "para un hombre ocioso y curioso... el diccionario y la enciclopedia son el más deleitable de los géneros literarios", no se me ocurre otra explicación a la anomalía de que no diera muestras ni apenas indicios de familiaridad con el Tesoro de la lengua castellana. En 1943, Martín de Riquer, sin más escáner que el buen ojo, preparó una excelente edición de la obra, que sin embargo no pudo tener peor fortuna: mal distribuida primero, escandalosamente pirateada después, no debió de llegar nunca, o en todo caso no a tiempo, a manos del maestro argentino. ¡Qué buenos ratos habría pasado Borges con "el Covarrubias" de Riquer y cuánto más hubiera disfrutado aún con el de Arellano y Zafra! El Tesoro es desde luego un libro que se deja leer de cabo a rabo, por su orden, de la A a la Z, y cada una de cuyas entradas aporta noticias interesantes, a menudo adobadas con un sabroso toque personal, y ofrece una perspectiva desde dentro del lenguaje y la cultura del Siglo de Oro como en ninguna otra parte puede hallarse. Por ello mismo es también una fuente perenne de información y un instrumento imprescindible para la comprensión de los clásicos españoles. (Más de un currículo se ha hecho por ahí sin otra cosa que extractos de Covarrubias a pie de página...). La edición de Ignacio Arellano y sus colaboradores logra que se cumplan ejemplarmente las dos funciones del Tesoro. En papel (y buen papel), es una delicia pasearse por sus páginas, sabiamente ilustradas con una fascinante serie de grabados de la época. En el DVD anejo, permite una rica variedad de búsquedas, saltos hipertextuales y otros modos de dominar el texto. En los tiempos que corren, pocas veces se ha aprovechado mejor el esfuerzo de unos estudiosos y los buenos dineros que la empresa habrá costado.
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Creación, 23 de octubre del 2006 |
Esta reseña forma parte de La página de los diccionarios..., que contiene muchas otras. Otra reseñas de esta edición de la obra de Covarrubias. |