Félix, el Maestro de la carbonería

 

José Antonio Millán

 

 

(temple sobre tablé, 90 cm x 2 m.Colección de JAM&SUN)

 

Este cuadro formaba parte de un conjunto de tres obras que se repartían a los costados y en el centro de una carbonería situada en el número 136 de la calle Alcalá de Madrid. Dos de ellas eran frescos, pintados por tanto directamente sobre la pared, y la tercera estaba realizada sobre tablé.

La finca de la carbonería era una casa de dos pisos, antigua y en mal estado. En el portal que había a la derecha de la tienda trabajó durante muchos años un artesano que cosía pelotas de frontón (las duras y resistentes pelotas del frontón a pala, que yo jugué por algún tiempo).

La carbonería era, como la confección de pelotas, una actividad en pleno retroceso, por lo que no me extrañó que cerrara primero, y luego que se comenzara a derruir la casa. Era invierno de 198**. Había admirado con frecuencia las pinturas de la tienda, que representaban todo el ciclo del carbón: el panel de la izquierda tenía la imagen de la mina con unas vagonetas. Luego había uno desgastado por el tiempo y ya irreconocible, y el último era el que preside esta página.

Muchas veces había acariciado la idea de tomar posesión de unas obras que a nadie parecían importarle. Por fin, una noche de lluvia, de vuelta de una fiesta, vi que había empezado la demolición del edificio. El cristal del lateral de la carbonería estaba roto, y el panel de tablé estaba medio desprendido. No lo dudé: lo arranqué de la pared (a la que sólo se sujetaba por unos clavos) y me lo llevé a casa.

Durante el proceso de limpieza afloró un nombre, Félix, y una fecha, 1957, en el ángulo inferior izquierdo. Nada he podido averiguar sobre el artista que hizo su obra hace ahora cuarenta años. Madrid abunda (o debería decir abundaba) en este tipo de pinturas y azulejos en tiendas y bares, y en ellos busqué muchas veces su firma, o huellas de su singular factura, sin éxito.

La pieza salvada representa, como decía, el último eslabón de la cadena: la entrega del carbón en el domicilio, y aún más: en la cocina. Con la representación de la cocina económica (como se llamaban entonces las que funcionaban con carbón o leña) queda cerrado el camino iniciado en la mina: de las entrañas de la tierra al interior del hogar.
Prolongando el sentido de la narrativa de los paneles de la fachada, por la izquierda del espectador ha entrado el carbonero, con el saco al hombro, y se ha detenido, como demuestran sus pies juntos. La criada de la casa, de uniforme y cofia, sale a su encuentro, y la pierna derecha retrasada, con el pie que casi deja salir la chancla, aumenta la situación de movimiento.
El uniforme en el servicio doméstico era algo normal en la década de los años 50, y todo el contexto de la pintura nos recuerda la vida burguesa del barrio de Salamanca, donde las casas contaban con entrada de servicio, precisamente para que la principal "no se ensuciara al traer el carbón", como decían las señoras de la época.

Un último detalle: la mano de la criada (¿so pretexto de ayudar a bajar el saco?) se posa francamente sobre la del carbonero. Esta caricia es el auténtico centro y casi centro geométrico de la composición. Al peso del contacto contribuye la situación inmediatamente superior de la ventana, cuya fuga refuerza el sentido de centralidad. ¿Y qué nos muestra el exterior?

A través de la ventana se ve la misma calle Alcalá, la casa y la carbonería, cuyo panel lateral estaba precisamente contemplando el espectador. Esta simple mise en abîme, típica del arte popular (y recuérdese el coetáneo bote de ColaCao), tiene una fuerza indudable, y ahora, perdido el contexto de la obra, nos ayuda a recuperarlo. La fachada, por otra parte, está representada a la distancia a la que se vería desde la acera de enfrente. El espectador situado en ella está enfrentado a un zoom progresivo, a un vértigo de representación que amenaza la tranquilidad de una escena tan doméstica...

El tratamiento pictórico de los objetos demuestra en el artista dotes de observación y un cuidado especial en los objetos más humildes: el paño de cocina, los cacharros, el mantel. No hay en el trabajo de Félix un regodeo en las calidades, pero sí efectividad, mimo en los detalles (reflejos, transparencias), y un deseo de terminar una obra bien hecha.

No hay en el arte popular madrileño, o en lo que nos queda de él, un artista de su talla. Ni siquiera los preciosos azulejos de la calle de San Vicente Ferrer esquina a San Andrés tienen una factura tan fina. Estas pinturas, el mundo que representan, y tal vez su mismo creador: todo ello ha desaparecido de entre nosotros.

 

 

 

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