Para poder pensar
Encuentro, creación y transmisión en la Red


José Antonio Millán

 

La presente recopilación de artículos apareció en Revista de Occidente (Madrid), en marzo del 2001. Agradezco la colaboración de la responsable editorial del numero, Magdalena Mora, así como de los autores.

Índice

“Para poder pensar. Encuentro, creación y transmisión en la Red”, por José Antonio Millán.

“Cómo podríamos pensar”, por Vannevar Bush

“En el comienzo era el rumor”, por Roberto Blatt

“¿Muerte o transfiguración del lector?”, por Roger Chartier

“La Web como memoria organizada: el hipocampo colectivo de la red”, por Javier Candeira

Sobre los autores

 

La organización de la información no tiene nada que ver con la informática ­o no necesariamente. Quizás la obra humana reciente más impresionante a este respecto haya sido el banco de datos sobre ciudadanos de la extinta República Democrática Alemana, mantenido por su policía secreta: un conjunto de 38,5 millones de fichas, que abarcaban 180 kilómetros de corredores con informaciones en cuya recopilación y almacenamiento había trabajado 174.000 confidentes (un colaborador por cada 120 habitantes, de lactantes a ancianos) [1]. Todo estaba allí: idas, venidas y contactos, historiales profesionales y familiares, comportamientos y tendencias.

En las antípodas de este sistema de información (altamente estructurado, con un severo filtro para las aportaciones y otro más severo aún para las consultas) está la World Wide Web: un lugar virtual en el que cualquiera ­es decir: según las estadísticas, cualquier varón occidental de clase media o superior­ puede publicar cualquier cosa sobre cualquier tema, y donde el mismo cualquiera puede consultarla. La materialidad de uno y otro archivo revela bien sus diferencias: por un lado, los corredores (que podemos adivinar angostos y atestados de legajos) del archivo de la Stasi; por otro, unos cuantos cientos de miles de ordenadores repartidos por todo el mundo...

¿Y para qué sirve un archivo? Obviamente, el colosal sistema de información del Ministerio de la Seguridad del Estado, tenía por objeto controlar a la población, y los desdichados que han obtenido el permiso de examinar su expediente se han encontrado con un exacto correlato de la borgiana Lotería de Babilonia, pues cada movimiento profesional o biográfico (la obtención o no de un empleo, un traslado...) correspondía a la acción de alguno de los poderes ocultos tras los archivos. Ahora, cerrada la época ominosa, los kilómetros de fichas alimentarán a generaciones de investigadores en ciencias sociales. Así es la vida, y así somos los hombres, que venimos demostrando repetidas veces la capacidad de hozar en cuanta acumulación de información se nos ponga al alcance... con independencia de si fue creada para ese fin o no.

  

El historiador Robert Darnton tituló provocativamente “París: la Internet temprana” un reciente artículo en la New York Review of Books [2]. Se trata de una interesante cala sobre el circuito de la información en el París prerrevolucionario (finales del siglo XVIII).

Allí, cuenta Darnton, no había prensa, en el sentido moderno: sólo algunas gazettes sometida a la censura real. ¿Cómo circulaban, entonces, las noticias? En un jardín de la capital había un cierto árbol y quien conociera un rumor o un dato clavaba en su corteza un escrito que lo contaba. Todos, desde los notables locales hasta los embajadores, acudían (o, mejor dicho, enviaban a sus criados) a leer las noticias, y a tomar nota de las más importantes. Luego venía la criba y el filtrado: había salones, como el famoso de Mme. Doublet, cuyos asistentes se ocupaban de clasificar las noticias en ciertas o improbables, y en extraer conclusiones.

Claramente, y dado que los dispositivos de comunicación han venido acompañando a la sociedad humana desde su creación, el ensayo igual podía haberse titulado “Internet: el París tardío”. En cualquier caso: ¿por qué la alusión a Internet en un artículo que habla sólo de cómo se enteraban los parisinos de lo que pasaba? Habrá ­sin duda­ una concesión a la moda, la misma que hace, por ejemplo, que cualquier proyecto de investigación que mencione a la Red pueda alcanzar fondos más fácilmente que los que no lo hacen [3].

Pero lo que refleja este artículo es algo no menos interesante: que la existencia de la Internet ha provocado un considerable atención sobre los mecanismos de difusión y análisis de la información, y no sólo los que tienen que ver con tecnologías avanzadas. En la tarea de intentar desentrañar qué hay en el flujo de datos creados y compartidos se ha llegado ­como no podía menos de suceder­ a la arqueología de las técnicas: de la codicología al paleoperiodismo. Y, en realidad, esto no es sino una muestra más del replantamiento epistemológico que están suponiendo los procesos de digitalización, en cualquier área. Sí: la digitalización provoca una deconstrucción íntima de los procesos a los que se aplica (sea la comunicación entre organismos o la emulación de la visión), y actúa como un auténtica luz virtual ­por pedirle prestada a William Gibson la expresión­ que ilumina ámbitos enteros. Emular la acción de un hormiguero es empezar a responder a la pregunta: ¿qué es comunicarse?, igual que fabricar un sistema de visión artificial es responder a la de: ¿qué es ver? Pues bien: no se puede utlilizar (y contribuir a construir) un sistema de transmisión de conocimientos a escala mundial sin que nos planteemos: ¿qué es saber? ¿Cómo llegamos a saber lo que sabemos? ¿Cómo cerciorarnos de que las cosas que nos importan llegan a quienes tiene que llegar?

 

 La puesta en común de la información y su comentario son, en efecto, los elementos básicos del circuito comunicativo, ya se apliquen a la plaza pública del siglo IV a. de J.C., al árbol con notas manuscritas en el XVIII, o al uso combinado de la imprenta y el correo en el XIX [4]. Pero analizar qué formas específicas toma en el caso de la Internet parece especialmente oportuno, y esto por varios motivos.

Primero, por la pretensión de que la Internet, y más en concreto la WWW, está ahí precisamente para eso: para facilitar el intercambio de informaciones y en último extremo la creación de conocimiento, entre muy distintos colectivos. Si esto no es así, quienes hace años hacemos propaganda de la Web como herramienta intelectual tenemos un problema:¿reconoceremos avergonzados nuestro papel de ideólogos al servicio del mero aumento de consumo telefónico y electrónico? ¿Asumiremos que hemos sido simples publicistas de Microsoft e Intel?

Bien: esto no dejaría de ser, al fin y al cabo, un pequeño problema gremial. Pero hay otros... Queremos comprender a la Internet, o más bien necesitamos hacerlo, por el papel preponderante que está tomando, y los muchos problemas de tipo político y social que plantea. Ahora mismo hay debates abiertos sobre temas tan importantes como su regulación y su uso. Si la Web es una cloaca, habrá que vallarla, e impedir que alguien caiga en ella inadvertidamente. Si es una gigantesca biblioteca desordenada y atroz, habrá que disponer bibliotecarios que ordenen el acceso a sus estantes. Si es un conjunto de editoriales y emisoras de radio y televisión, ¿por qué habrían de estar al margen de la legislación que regula esos medios? Si es una gran tienda, que pague los correspondientes impuestos. Y un amplio etcétera.

El problema de estas conceptualizaciones (como todas, por otra parte) son sus limitaciones. La Internet es un objeto nuevo, que ocurre que parcialmente coincide con otros objetos del pasado (del árbol parisino al ágora ateniense, de la biblioteca a los infames archivos de las dictaduras, del zoco a la sentina), pero que no es ninguno de ellos.

Y, por último, sucede otra cosa: que, para muchos de nosotros, la Internet es el objeto intelectual más apasionante que ha surgido desde hace varios siglos. Creo (y conmigo, muchos otros) que estamos ante una situación sorprendente de la que no pueden sino salir cosas nuevas: en la forma de conservar, transmitir y trascender el conocimiento de cada momento. Y quienes consideramos la cultura como un bien precioso estamos claramente excitados ante las perspectivas que se abren ante nosotros.

Pero las cosas no están claras: todavía queda mucho por hacer, mucho por comprender del pasado y mucho que comprender del presente. La recopilación de ensayos que ofrecemos intenta extenderse en estas dos direcciones: un pasado que ahora vemos con nuevos ojos, y un presente que es más rico y sutil de lo que el ruido mediático sobre la red da a entender.

 

Tres problemas son los que se yerguen ante los partidarios de la utilización cultural y creativa de la Red ­y corresponden paralelamente a sendos flancos de crítica entre sus adversarios. Uno viene de su magnitud: ante una masa documental de semejante tamaño (medio billón de páginas, creciendo a una tasa de un millón al día[5]), cómo saber no simplemente si hay algo determinado sino dónde está. El segundo es el de su valor: cómo reconocer en un medio desregulado cuestiones como autoría y fiabilidad. El tercero es el de su uso: ¿se puede emplear semejante medio para la creación intelectual, para la construcción de algo nuevo o valioso?

Pero al lado de estos evidentes problemas están las promesas que la existencia de la Web parece haber venido a cumplir ...al menos parcialmente. La primera es el anhelo de una biblioteca universal y universalmente accesible. Si bien, como cuenta James O’Donnell[6] la idea de la biblioteca total nos ha venido acompañando desde hace mucho (desde la Antigüedad tardía), como construcción cultural muy específicamente occidental, sólo ha tomado cuerpo ­onírico: sólo ha empezado a soñarse como posible­ en un determinado momento de desarrollo científico. Para testimoniar el albor moderno de este sueño hemos incluido en esta recopilación una pieza clave de 1945, Cómo podríamos pensar, de Vannebar Bush.

Escrito en un momento muy significativo, a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando la alianza de la ciencia y el horror había alcanzado cotas antes nuca vistas (de la experimentación médica nazi a la bomba atómica), un científico se plantea su misión en un mundo postbélico, y entre tantos sueños posibles escoge uno: una máquina que ponga cualquier publicación del mundo encima del escritorio.

¿Cuál era la finalidad del sueño de Bush? Sencillamente: la creación intelectual. Su utopía contempla, sí, el acceso universal, pero al servicio de algo: el título de su manifiesto no fue “Como conseguiríamos llegar a todo” sino “Cómo podríamos pensar” (As We May Think). Pues bien: la World Wide Web ha realizado el sueño de Bush hasta un extremo que él no se había atrevido a imaginar. Su máquina total acababa con imágenes de páginas, de cualquier obra existente, esparcidas por su mesa. ¿Qué no habría pensado de un artificio capaz de conducirle, además, a cualquier palabra, en cualquier página que estuviera? ¿De un dispositivo que podía penetrar, por tanto, en el interior de las obras? ¿Y de un sistema que no sólo contiene las obras que otros (editores, directores de revistas) han querido que existan, sino cualquier obra que cualquiera quiera crear?

Podemos, pues, leer este sueño de la ciencia de hace medio siglo con la satisfacción de saberlo cumplido con creces[7], pero detengámonos de nuevo en la pregunta básica: ¿cómo podríamos pensar?

  

Se compara a menudo ­desfavorablemente­ la heterogeneidad de la WWW con la (presunta) uniformidad de la biblioteca, y no es cierto. Nuestras bibliotecas, las bibliotecas del mundo occidental son grandes por tres motivos. Dos de ellos pertenecen al imaginario general: porque acumulan los tesoros del pasado (incunables, ejemplares únicos) y porque conservan aquellas piezas que cada época ha juzgado dignas de ser conservadas. La tercera razón no es tan evidente: nuestras bibliotecas son grandes porque preservan indiscriminadamente. Esto lo hacen a través de un sistema llamado depósito legal, comenzado en España, Francia y Suecia a principios del siglo XVII[8], que hace que se entreguen ejemplares de cualquier publicación a la biblioteca designada (en España, la Biblioteca Nacional).

El sistema no cumple exactamente lo que promete, pero por cuestiones prácticas: no hay medios humanos y técnicos para guardar la inmensa masa de publicaciones de todo tipo que llegan en virtud del depósito legal. Entre ellos están, por supuesto, los libros normales, de los que se encuentran en las librerías, pero también hay libros editados por el autor, folletos, y aún más: ephimera, como calendarios de bolsillo, invitaciones, recordatorios... ¿Les suena a algo esta heterogeneidad?

Desde el punto de vista de los propósitos de investigación futuros (que, se supone, son los que rigen la creación de estas instituciones) semejante pretensión de abarcarlo todo es comprensible: ¿cómo sabemos qué es lo que nos hará falta, de entre toda la documentación del pasado? ¿Cómo adivinar qué querrá el investigador futuro? Por el momento sólo sabemos lo que menos consultaremos: exagerando un poco (pero no mucho) nuestras novelas hoy más vendidas, las obras intelectuales de quienes ocupan los puestos de poder en las instituciones actuales, ésas serán las menos solicitadas dentro de 75, cien, doscientos años...

De todas formas, hay una gran diferencia de tratamiento entre la preservación de los materiales del pasado y los del presente, que se justifica por la rareza de los primeros. Me explico: para el investigador del griego clásico cualquier dato es valioso: por eso no desdeñará añadir a sus corpus una inscripción parcial aparecida en un fragmento de cerámica (al lado, por supuesto, de las grandes obras de los trágicos). Del mismo modo, un archivo histórico acumulará protocolos notariales al lado de cartas personales y panfletos revolucionarios, y hará bien. Pero el preservador de lo actual tiene las cosas peor, ante la imposibilidad de guardar realmente todo.

En estas encrucijadas de las instituciones de preservación es donde irrumpe la existencia de la Web, como el receptáculo que nunca hemos tenido de la totalidad de lo existente en cada momento[9].

  

En el imaginario occidental la biblioteca ocupa un doble lugar: el del acceso a los documentos y el de la ordenación de los mismos. Si la Web nos ha dado más de lo primero de lo que querríamos (y en su voraz extensión se ha convertido en la perfecta realización del mecanismo de depósito legal), añoramos algo de lo segundo. Y aquí se han abierto dos líneas de pensamiento: la primera aboga por la transformación del bibliotecario tradicional en un guía del ciberespacio. Los propios profesionales de las bibliotecas, primero en Estados Unidos, y luego en otros lugares, se apresuraron a autorreciclarse ­no sin atravesar crisis que les llevaron a sufrir los primeros casos reconocidos de ciberstress y compufobia. La culminación de esa tendencia la encontraríamos en la mencionada obra de James O’Donnell, que reconoce la deseabilidad de una especie de “mundo al revés” en el que “quien mandara en la universidad fuera el bibliotecario, y el profesor fuera un acólito suyo”.

En realidad, lo que está proyectándose en esta idea de asimilación de la web a una gran biblioteca es tanto el control de lo existente como la preservación de los mecanismos de autoridad/autoría. Como se ha señalado repetidas veces, el mundo desregulado de la Web, donde proliferan obras en ediciones no autorizadas, malas atribuciones, copias, etc., no sólo supone un ataque frontal al sistema de copyright, sino también una fractura en un sistema ­el de ediciones fiables, procedimientos de filtrado editorial a cargo de iguales (peer reviewing), citas autorizadas, etc.­ en el que se quiere ver los máximos logros alcanzados por nuestra capacidad de trabajo intelectual. Más allá de ello estaría el caos...

Frente a ello, otros aducen la rápida adaptación a la red de sistemas de peer reviewing (por ejemplo, en publicaciones como First Monday[10]), demostrando que no es exclusivo del mundo del papel... Pero aún hay más: ¿qué tenemos contra un sistema oral ­o al menos, preeditorial­ de difusión del conocimiento? Al fin y al cabo, nuestra cultura se ha ido fraguando así, hasta hace muy poco, y la fase de control estricto no se remonta a mucho más allá de ciento cincuenta años... ¿Por qué no podría estarse reproduciendo, con buenos frutos, una nueva oralidad...? Precisamente los estudios sobre la transmisión oral, no regulada, han crecido explosivamente en los últimos tiempos, como si quisiéramos cerciorarnos de que tales cosas son posibles, y no necesariamente malas.

Para situar algunos de los elementos en juego, interviene en esta recopilación el filósofo y especialista bíblico Roberto Blatt, con En el comienzo era el rumor. Aporta una reflexión sobre el doble desarrollo de las Escrituras (en la comunidad judía y en la cristiana): dos modelos de creación de un canon, de transmisión y de fidelidad a algo de lo que sólo responde ­en último extremo­ la comunidad que lo acoge. Blatt aborda al hilo de esto un tema clave tanto en la transmisión bíblica como en el cibermundo: la identidad, la identidad de autoría (quién dijo qué) y de transmisión (quién eres tú que dices esto).

 

 En último extremo, la historia nos ofrece numerosos casos en los que lo importante no es que una atribución sea inexacta o real sino el hecho de que se produzca la transmisión de una obra. También nos encontramos preciosos ejemplos de los efectos benéficos que puede tener una atribución real falsa. Pienso (pasando de la transmisión doctrinal a la literaria) en un caso sucedido en el azaroso tránsito de los clásicos latinos a la modernidad[11].

En un momento dado, un estudioso renacentista identifica una buena copia de una obra de Virgilio, y pretende divulgarla a su vez. Para defenderla, en el considerable mar de los manuscritos latinos de la época, le añade unos versos apócrifos al principio, en el que nada menos que el mismo Virgilio toma la palabra: Ego sum qui...: “Yo soy el que escribió esta obra, y esta otra... , y ahora escribo...”.

Fijémonos en el mecanismo ­hoy diríamos viral­ que eso supone: ese fragmento de código inicial (¡el mismo poeta toma la palabra!) defiende y promueve el texto al que precede, favoreciendo su multiplicación... En un momento dado, la crítica moderna reconoce el añadido apócrifo, y lo poda; coteja luego la versión que portaba con otras, y genera una edición fiable... o por lo menos que se juzga más cercana a las intenciones del escritor (¡y qué delirios de grandeza aquejan también a la ciencia oficial!). Pero eso no es lo único que importa. El verso apócrifo ha crecido y se ha multiplicado, y este falso asomo de la subjetividad del escritor (falso además por referirse a una época ­la antigüedad clasica­ en que eso era sencillamente impensable) ha dado voz al yo de un poeta moderno. De esa rama ­¿espúrea?­ viene el brote de Rubén Darío:

 Yo soy aquél que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana

 y, ¿quién podrá decir que fue dañino?[12]

 

 Sí: en las obras actuales se entremezclan diversos procedimientos de asignación de autoría, de inserción en el seno de una comunidad del saber (sellos editoriales, comités de lectura, peer reviewing), de comunicación con otras obras (bibliografías, notas)... Normalmente la misma materialidad de la obra (libro, revista, carta...) enuncia su género, y promete los correspondientes mecanismos de validación. Pero, ¿qué ocurre en un mundo de obras desmaterializadas?. El artículo de Roger Chartier ¿Muerte o transfiguración del lector? ofrece la visión de un especialista que ha recorrido gran parte de la historia del libro occidental (desde la Gran Cultura hasta las colecciones populares), y desde su conocimiento de los varios procedimientos que se anudan en su seno puede rastrear algunos de los cambios venideros. Curiosamente (o no tanto) una de las demandas más claras que brotan de su análisis de la situación es la creación de un estatuto especial que defienda la autonomía del libro, aun en soporte electrónico, en medio de un universo extraordinariamente fluido ­¿como medio de preservar aun allí el notable conjunto de recursos que nuestra cultura ha anudado en torno a él?

 

 

 En el seno del libro todo autor intenta dejar huella de su recorrido por el universo de lo escrito, normalmente bajo la forma de bibliografías y notas al pie. Por otra parte, la consideración de la comunidad toma la forma de reseñas y críticas. Pues bien: en el universo electrónico toda esta intercomunicación se lleva a cabo a través de algo que (como recuerda Chartier) es cualitativamente diferente a todas las otras formas anteriores: el enlace.

En este sentido, la acumulación de enlaces visitados puede representar la biografía intelectual de la persona (del mismo modo que lo hace la acumulación de fichas de lectura de un investigador tradicional). Y desde bien pronto la Web vio mecanismos de publicación de estos senderos personales, curiosamente autónomos, desprovistos de una obra que los organizara o justificase: fueron las listas de enlaces tituladas What’s new, What’s cool.... Su última encarnación son los weblogs, o series de enlaces comentados. Otros mecanismos diferentes intentan favorecer la autoagrupación de los sitios de contenidos parecidos (mediante los llamados anillos[13]); o bien permitir la anotación de sitios web ajenos[14]. En suma, lo que vemos extendido a lo largo y ancho de la red es la proliferación de medios con la intención de responder a este reto: ¿cómo conocer el trabajo de los que nos han precedido?; ¿cómo comunicarnos respecto a él?

A estas preguntas intenta responder el artículo del especialista en interactividad Javier Candeira, La Web como memoria organizada: el hipocampo colectivo de la red. A través de él vemos la Web como un sistema inmensamente flexible y reorganizable, surcado por cientos de miles de agentes autónomos que van a lo suyo, pero cuyas acciones dejan (para los algoritmos que saben interpretarlos) pistas suficientes como para orientar las búsquedas de otros. Y al lado de ello, nuevos sistemas para dejar oír las voces individuales y trascenderlas: el filtrado colectivo y colaborativo que recrea ­tal vez­ algunos de los mecanismos del filtrado oral comunitario, pero en este caso en un tiempo acelerado...

 

 

Como recuerda Roger Chartier, la práctica lectora todavía hace un uso mayoritario de los medios impresos. ¿Por qué, entonces, esta obsesión (suya, mía, nuestra) por analizar las promesas y cambios de los medios electrónicos?

Algún motivo ya lo hemos adelantado: en el mundo anárquico de la Red están corriendo vientos de regulación[15]. Empresas y gobiernos se han dado cuenta de su potencial y corren a ocupar todos los lugares posibles: nombres de dominio, control de contenidos y del comercio. Agradecemos sus desvelos y sus ansias de protegernos[16], pero sabemos lo que nos espera de las áreas que controlan: conocemos la basura de que disfrutamos en forma de la televisión pública que pagamos con nuestros impuestos. Tenemos algunas ideas de qué se puede hacer en la Red, sin estas ayudas.

Valoramos también (¿cómo no hacerlo?) los circuitos tradicionales de transmisión de la cultura, pero eso no nos impide ver sus muchos fallos[17]. La Red nos ofrece la posibilidad de subsanar algunos de ellos.

 

Y en último extremo, queremos saber. Tenemos en las manos algunas de las herramientas más útiles que puedan concebirse para ayudarnos a ese fin; y surgirán más. Queremos estar en esa tarea.


[1] Clemens Vollnhals, “Los documentos de la Stasi”, en Letra Internacional, 67, verano 2000, monográfico “Memoria de las dictaduras”.

[2] “Paris: the Early Internet”, 29 de junio del 2000 [http://www.nybooks.com/nyrev/WWWarchdisplay.cgi?20000629042F]

[3] Dominique Wolton. Internet ¿y después?, Barcelona, Gedisa, 2000, pág. 175-178.

[4] Como vimos en estas mismas páginas: José A. Millán, “Del Averiguador a la Malla Mundial. La cultura en la comunidad virtual del español” en Revista de Occidente, junio de 1998 [http://jamillan.com/averigua.htm].

[5] Véase José Antonio Millán, “El libro de medio billón de páginas”, en http://jamillan.com/ecoling.htm

[6] Avatares de la palabra. Del papiro al ciberespacio, Barcelona, Paidós, 2000. Sobre el libro

[7] Satisfacción infrecuente: véase el estado de las tecnologías que 1968 (2001. A Space Odissey) soñó que habría en el actual 2001.

[8] José Antonio Cordón, El registro de la memoria: el depósito legal y las bibliografías nacionales, Gijón, TREA, 1997.

[9] De lo existente digital, por supuesto, igual que la biblioteca lo es de lo existente impreso: tanto la Web como la biblioteca son sinécdoques de la realidad, pero no podemos aspirar a mucho más... A su vez, la cuestión de la preservación de la Web (y de la correspondencia electrónica) no es modo alguno baladí, pero desborda este marco.

[11] Debo este caso a un relato que Alberto Blecua me hizo en Ginebra, y opto por reproducirlo así, en la oralidad en que me fue transmitido.

[12] No siempre estos mecanismos favorecerán la propagación de una atribución cierta: en los meses finales del 2000 circuló mucho por la red un texto en el que presuntamente García Márquez se despedía del mundo (“Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida...”). La atribución favoreció increíblemente la propagación de un texto del que Márquez renegó públicamente a mediados de diciembre, avergonzado además de que creyeran que había escrito “algo tan cursi” (La Vanguardia, 12/12/2000).

[13] Para un anillo de anillos véase http://www.webring.org

[14] El software CritLink, http://www.foresight.org/

[15] La obra de Dominique Wolton (tanto la citada en la nota [3] como Sobrevivir a Internet. Conversaciones con Olivier Jay, Barcelona, Gedisa, 2000) es la que presenta posturas pro-regulación más beligerantes, entre las que conozco.

[16] Hay pornografía en la red, pero tal vez no más en proporción que la que alberga cualquier periódico en sus anuncios por palabras.

[17] José Antonio Millán, “Vender vino sin botellas. El nuevo circuito editorial”, en http://jamillan.com/botellas.htm


Última versión, 20 de agosto del 2001

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