Me gustan mucho los timbres,
esos puntos de contacto entre el exterior y el interior.
Me gustan en su arqueología: las aldabas, feroces nudillos metálicos que golpean en una contera que impide que la puerta acabe agujereada; los tiradores, que en su juego de poleas y cables mecen la campanilla que sonará en algún lugar recóndito...
Pero me gustan más los timbres eléctricos, con su circuito de energías recorriendo los caminitos de las paredes (trenzados los de mi infancia, lisos ahora). Están más cerca de mi experiencia, de mis aficiones. Los he conocido desde pequeño, los he fabricado con alguno de mis primeros talleres de aprendizaje de electromecánica. Los he pulsado y he salido corriendo, en mis bromas de niño.
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