La voz de la herrumbre

La arqueología industrial rescata
la fascinación de un pasado poco lejano

José Antonio Millán

En algún punto, detrás de nosotros, queda una línea que separa dos mundos: uno sólido, fiable y transparente —el del pasado— y otro opaco, virtual y engañoso —la modernidad. No está muy claro dónde se sitúa la divisoria (¿finales del XIX, años treinta?), pero hay algo curioso: casi todo lo lo que dejamos al otro lado ejerce el atractivo de la nostalgia.

Las máquinas, las grandes obras de ingeniería del pasado ocupan un lugar muy especial en el imaginario contemporáneo: representan un momento en que el pacto entre función y forma parece sobrevivir intacto. Los puentes, las estaciones ferroviarias, las fábricas dejan al desnudo una estructura que habla por sí misma: los tirantes de acero sostienen visiblemente los elementos más pesados, y corren a hundirse en la tierra en busca de sujeción. Las cubiertas se yerguen despacio en un concierto de apoyos y contrafuertes que no desmienten, sino más bien recalcan, las fuerzas tremendas que desafían. Las junturas de las piezas se revelan con naturalidad, y remaches y pernos dan fe de las relaciones entre las cosas. Todo limpio, puro, despojado, sin adornos innecesarios... ¿o no? Esas hileras de remaches que pespuntean las vigas, ¿realmente debían quedar en la cara más visible, imponiendo su ritmo a toda una bóveda? Las perforaciones en las planchas, por mor de la ligereza, ¿debían resolverse en esos encajes cuidadosamente repartidos por las superficies? Digamos que una época como la nuestra, de fachadas ciegas, masas grandielocuentes y manierismo ornamental, ha podido encontrar una particular especie de reposo en estos juegos abiertos de formas, llegando a atribuirles un despojamiento que estaban lejos de encarnar.

Y las máquinas... La maquinaria metálica y resonante de épocas pasadas representa un dominio sobre la naturaleza que no llega nunca a forzarla. La furia energética de las moléculas de agua intentando expandirse en el espacio (que era capaz de poner en movimiento la mole de las locomotoras) tiene poco, nada que ver con la transgresión íntima y escalofriante que supone romper el corazón de los átomos y jugar con las formidables energías desatadas. Máquinas de vapor, turbinas, grúas, altos hornos, jugaban sinceramente (creemos hoy) con las fuerzas de la naturaleza, y además lo hacían por medios visibles y comprensibles. El pistón empujado por la fuerza del vapor convertía su movimiento de vaivén en circular, por obra de transmisiones brillantes y engrasadas, hasta desembocar en avance por el espacio. Ante una avería, una disfunción, bastaba con remangarse y comenzar pacientemente a desmontar pieza tras pieza hasta que el problema surgiera ante nuestros ojos.

Un lego, un ignorante en la materia sería capaz, en un ejercicio de pura lógica, de reconocer el significado de cada elemento y restituirlo a su función, porque la Idea originaria que había guiado la construccion del artefacto era legible en la concatenación de sus piezas. El caso arquetípico: Wittgenstein, en su destierro montañés de Trattenbach, reparando por sí solo la compleja maquinaria de vapor de la fábrica textil. Comparemos esa situación con la que puede surgir ante el mal funcionamiento de una computadora. Ella, máquina opaca por excelencia, administradora de porciones intangibles, una vez abierta a la curiosidad del profano revela sólo pequeños conjuntos abigarrados de elementos inmóviles...

¿Bastarán estas pinceladas para explicar nuestra creciente fascinación ante las obras de ingeniería del pasado? Igual que el Romanticismo se inventó un mundo del Clasicismo puro, que no había existido realmente, y que reconocía en sus ruinas blancas, ¿estaremos creando un paraíso industrial y fabril a partir de sus huellas herrumbrosas? Admiramos ahora las líneas intrincadas de los altos hornos, las bovedas metálicas de las estaciones, de los mercados antiguos; degustamos la pureza de sus elementos: el hierro, la madera... Pero tendemos a olvidar las altas tasas de explotación y muerte que estaban detrás de la revolución industrial: el drenaje de materias primas de los países colonizados, la depauperación de quienes la hicieron posible. En una postura huecamente esteticista, podemos desligar estas obras del pasado de su historia real, y reelaborarlas para los livianos fines de nuestra época: tinglados portuarios hechos estudios de artistas, estaciones convertidas en galerías comerciales o, sencillamente, amasijos de acero y cemento devenidos "obras de arte". O eso, o la destrucción. El desprecio por la profundidad (que para Fredric Jameson caracteriza lo posmoderno) llega aquí a sus últimas consecuencias: lo que no logremos integrar como pastiche quedará condenado a desaparecer.

Pero la "arqueología industrial", es decir, la disciplina que intenta leer en los restos de estructuras y maquinarias, tiene un propósito propio. Más allá del canto a los materiales o los análisis arquitectónicos, estas huellas del pasado nos narran una historia que no nos llega por otras vías: la de las fuerzas anónimas del capital y del trabajo interactuando entre sí y cambiando la faz de la tierra. Trabajadores, ingenieros o empresarios sin rostro, cuya lucha por la existencia horadó montañas y levantó estructuras para cobijar a sus máquinas y a los hombres que las operaban. Pero también (y entramos ya en los dominios de lo que el especialista Kenneth Hudson llama "arqueología de la sociedad de consumo" [1]) la historia de las maquinarias y energías domésticas: la llegada del gas, del alcantarillado, de la electricidad al interior de las casas; los artefactos que prometían aportar al ámbito del hogar las fuerzas y los métodos que habían cambiado el mundo. Estas pequeñas historias del mundo del trabajo o de lo doméstico serían aún más desconocidas para nosotros sin la mirada de la arqueología industrial.

De la obra Bernd & Hilla Becher, Pennsylvania Coal Mine Tipples, Munich, Schirmer Art Books, 1991
Más arte basado en la arqueología industrial

El encanto de las estaciones ferroviarias

Bernd y Hilla Becher

Que un museo de arte contemporáneo (o un libro titulado Arte del siglo XX) pueda contener hoy una serie de fotografías de altos hornos, o una auténtica lavadora Hoover, demuestra no sólo la imparable apertura del concepto de lo "artístico", sino el nacimiento de toda una nueva sensibilidad. Nuestra época, que ha desarrollado extraordinariamente las vías formales de intervención en el mundo (edificios "con firma", Escuelas de Diseño) mira con complacencia etapas aparentemente más ingenuas, cuando artífices anónimos daban lo mejor de sí en unas estructuras y objetos que, por otra parte, se convirtieron en los más claros signos de identidad del paisaje contemporáneo.

La construcción de esta nueva mirada debe mucho a las figuras de Bernd y Hilla Becher. Este matrimonio de artista y fotógrafa, nacidos en los años 30, lleva más de cuatro décadas dedicado a fotografiar unos pocos tipos de estructuras industriales: depósitos de agua, torres de extracción minera, silos... Sus imágenes son extremadamente solemnes: nada se interpone entre el espectador y la obra retratada, que aparece sola, en el centro del encuadre, con el fondo de un cielo uniforme. Al lado del objeto fotografiado no hay nadie cuyo paso o actividad perturbe la presencia muda de la estructura. También faltan, por lo general puntos de referencia que nos den pistas sobre su escala. Normalmente los Becher presentan su trabajo en forma seriada (obra tras obra recogida al mismo tamaño, con el mismo encuadre), con lo cual, desde un punto de vista formal, nos encontramos ante un conjunto de variaciones sobre un tema. Pero lo asombroso es que el juego de variaciones no surge de la voluntad del artista, sino de la presión de la función sobre la forma en las estructuras fotografiadas; por ejemplo: los depósitos elevados de agua tienden a ser circulares para mejor repartir las presiones, y su base debe ser lo suficientemente robusta. Esto, que en el dominio de la arquitectura industrial significa simplemente adscripción a una tipología, reaparece con una increíble vitalidad en el caso de las soluciones domésticas, menores. Ese es el caso de las torres de las pequeñas explotaciones de carbón de Pennsylvania: erigidas en momentos muy diferentes y con los materiales más a mano, muestran dentro de su diversidad la llamada unificadora del servicio que se les exigía.

Significativamente, el blanco del objetivo de los Becher suelen ser zonas industriales abandonadas —es decir, condenadas a la desaparición—, lo que refuerza el componente nostálgico de su obra. Retiradas de su misión primera, inútiles para instalar en ellas museos o restaurantes, esas fábricas, torres o altos hornos son ya sólo una imagen que, al ser erigida en objeto artístico, nos permite arrancarles aún un último servicio.

[Versión ampliada de lo publicado en El País, el 19 de junio de 1993] [1] Kenneth Hudson, The Archaeology of the Consumer society, Londres, Heinemann, 1983

 

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